El templo de Yun-Shatu by Robert E. Howard

El templo de Yun-Shatu by Robert E. Howard

autor:Robert E. Howard [Howard, Robert E.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1948-10-15T00:00:00+00:00


19

FURIA SATÁNICA

El cercado lobo miró en torno, con desesperada y tétrica mirada, insegura de su deber. Pensó: “¡He de causar aún algún estrago, o mi vez de morir ha llegado!”.

Mundi.

Cual lobo famélico y furtivo ascendí la escalera y a los pocos tramos me hallé en un rellano al que parecían converger otros pasillos de proporciones parecidas al que acababa de abandonar. Esto me confirmó en mi sospecha de que acaso la ciudad de Londres estuviera sembrada de subterráneos superpuestos.

Seguí ascendiendo. Unos tramos más y me hallé ante una puerta. Estuve indeciso unos instantes ante la idea de golpearla; pero antes de que tuviera tiempo de decidirme, vi que ésta empezaba a abrirse lentamente. Retrocedí inmediatamente y me apreté contra la pared. La puerta se abrió completamente y apareció un moro. Al instante mis sentidos, despiertos artificialmente, me dijeron que la estancia estaba vacía, a pesar de lo fugaz de la visión.

Sin dar tiempo al aparecido para que se pusiera en guardia, le lancé un terrible puñetazo en la mandíbula que instantáneamente le envió rodando hacia abajo, para terminar su carrera grotescamente tendido al pie de las escaleras, en el descansillo.

Inmediatamente me cogí al pomo de la puerta y de un salto me planté en la habitación. Tal como presumí, la hallé desierta. La crucé con igual sigilo que antes y penetré en otra contigua. Los muebles que había en estas habitaciones hacían palidecer los que abandoné en la casa de Soho, que, en comparación, eran insignificantes. Estas evocaban cuánto hay de bárbaro e irreal. La decoración extra, si tales objetos merecen tal adjetivo, la componían, en su mayor parte, cráneos y esqueletos humanos enteros. Horribles momias me sonreían siniestramente desde sus sarcófagos, las paredes estaban llenas de asquerosos reptiles y entre tan siniestras reliquias colgaban escudos africanos de cuero, lanzas y dagas guerreras, mientras aquí y allá sobresalían toscos y obscenos ídolos negros entre vasos, alfombras, colgaduras y otros objetos orientales, formando un conjunto de lo más incongruente.

Había recorrido ya dos de las citadas habitaciones sin ver nada nuevo, cuando descubrí una nueva escalera, también en sentido ascendente. Empecé a trepar por ella, pues era muy empinada, y de pronto toqué con la cabeza una tapa que, en sentido horizontal, había en el techo. La levanté con precaución y penetré en una azotea. Debía estar muy alta, pues por debajo de los bordes vi brillar las luces de las demás casas de Londres. No tenía idea de la clase de edificio en que me hallaba.

Me orienté unos instantes y por entre las tupidas sombras que envolvían uno de los bordes de la azotea creí distinguir una forma vaga, enorme y amenazadora, que al propio tiempo me miraba con ojos insanos y blandía algo metálico que la palidez de las estrellas hacía rutilar. De pronto comprendí que me hallaba ante Yar Khan, el afgano asesino, que amparado en la sombra se disponía a lanzarme un golpe mortal.

Este descubrimiento me hizo lanzar un grito de triunfo: ¡por fin podría empezar a pagar



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